Hoy, el evangelista Lucas nos narra el hecho que da lugar al agradecimiento de Jesús para con su Padre por los beneficios que ha otorgado a la Humanidad. Agradece la revelación concedida a los humildes de corazón, a los pequeños en el Reino. Jesús muestra su alegría al ver que éstos admiten, entienden y practican lo que Dios da a conocer por medio de Él. En otras ocasiones, en su diálogo íntimo con el Padre, también le dará gracias porque siempre le escucha. Alaba al samaritano leproso que, una vez curado de su enfermedad —junto con otros nueve—, regresa sólo él donde está Jesús para darle las gracias por el beneficio recibido.
Escribe san Agustín: «¿Podemos llevar algo mejor en el corazón, pronunciarlo con la boca, escribirlo con la pluma, que estas palabras: ‘Gracias a Dios’? No hay nada que pueda decirse con mayor brevedad, ni oír con mayor alegría, ni sentirse con mayor elevación, ni hacer con mayor utilidad». Así debemos actuar siempre con Dios y con el prójimo, incluso por los dones que desconocemos, como escribía san Josemaría Escrivá. Gratitud para con los padres, los amigos, los maestros, los compañeros. Para con todos los que nos ayuden, nos estimulen, nos sirvan. Gratitud también, como es lógico, con nuestra Madre, la Iglesia.
La gratitud no es una virtud muy “usada” o habitual, y, en cambio, es una de las que se experimentan con mayor agrado. Debemos reconocer que, a veces, tampoco es fácil vivirla. Santa Teresa afirmaba: «Tengo una condición tan agradecida que me sobornarían con una sardina». Los santos han obrado siempre así. Y lo han realizado de tres modos diversos, como señalaba santo Tomás de Aquino: primero, con el reconocimiento interior de los beneficios recibidos; segundo, alabando externamente a Dios con la palabra; y, tercero, procurando recompensar al bienhechor con obras, según las propias posibilidades.