Hoy, el Evangelio nos recuerda las circunstancias de la vocación de los primeros discípulos de Jesús. Para prepararse ante la venida del Mesías, Juan y su compañero Andrés habían escuchado y seguido durante un tiempo al Bautista. Un buen día, éste señala a Jesús con el dedo, llamándolo Cordero de Dios. Inmediatamente, Juan y Andrés lo entienden: ¡el Mesías esperado es Él! Y, dejando al Bautista, empiezan a seguir a Jesús.
Jesús oye los pasos tras Él. Se gira y fija la mirada en los que le seguían. Las miradas se cruzan entre Jesús y aquellos hombres sencillos. Éstos quedan prendados. Esta mirada remueve sus corazones y sienten el deseo de estar con Él: «¿Dónde vives?» (Jn 1,38), le preguntan. «Venid y lo veréis» (Jn 1,39), les responde Jesús. Los invita a ir con Él y a mirar, contemplar.
Van, y lo contemplan escuchándolo. Y conviven con Él aquel atardecer, aquella noche. Es la hora de la intimidad y de las confidencias. La hora del amor compartido. Se quedan con Él hasta el día siguiente, cuando el sol se alza por encima del mundo.
Encendidos con la llama de aquel «Sol que viene del cielo, para iluminar a los que yacen en las tinieblas» (cf. Lc 1,78-79), marchan a irradiarlo. Enardecidos, sienten la necesidad de comunicar lo que han contemplado y vivido a los primeros que encuentran a su paso: «¡Hemos encontrado al Mesías!» (Jn 1,41). Los santos también lo han hecho así. San Francisco, herido de amor, iba por las calles y plazas, por las villas y bosques gritando: «El Amor no está siendo amado».
Lo esencial en la vida cristiana es dejarse mirar por Jesús, ir y ver dónde se aloja, estar con Él y compartir. Y, después, anunciarlo. Es el camino y el proceso que han seguido los discípulos y los santos. Es nuestro camino.