Hoy, se nos plantea el sentido, aceptación y trato dado a los profetas: «Les enviaré profetas y apóstoles, y a algunos los matarán y perseguirán» (Lc 11,49). Son personas de cualquier condición social o religiosa, que han recibido el mensaje divino y se han impregnado de él; impulsados por el Espíritu, lo expresan con signos o palabras comprensibles para su tiempo. Es un mensaje transmitido mediante discursos, nunca halagadores, o acciones, casi siempre difíciles de aceptar. Una característica de la profecía es su incomodidad. El don resulta molesto para quien lo recibe, pues le escuece internamente, y es incómodo para su entorno, que hoy, gracias a Internet o los satélites, puede extenderse a todo el mundo.
Los contemporáneos del profeta pretenden condenarlo al silencio, lo calumnian, lo desacreditan, así hasta que muere. Llega entonces el momento de erigirle el sepulcro y de organizarle homenajes, cuando ya no molesta. No faltan actualmente profetas que gozan de fama universal. La Madre Teresa, Juan XXIII, Monseñor Romero... ¿Nos acordamos de lo que reclamaban y nos exigían?, ¿ponemos en práctica lo que nos hicieron ver? A nuestra generación se le pedirá cuentas de la capa de ozono que ha destruido, de la desertización que nuestro despilfarro de agua ha causado, pero también del ostracismo al que hemos reducido a nuestros profetas.
Todavía hay personas que se reservan para ellas el “derecho de saber en exclusiva”, que lo comparten —en el mejor de los casos— con los suyos, con aquellos que les permiten continuar aupados en sus éxitos y su fama. Personas que cierran el paso a los que intentan entrar en los ámbitos del conocimiento, no sea que tal vez sepan tanto como ellos y los adelanten: «¡Ay de vosotros, los legistas, que os habéis llevado la llave de la ciencia! No entrasteis vosotros, y a los que están entrando se lo habéis impedido» (Lc 11,52).
Ahora, como en tiempos de Jesús, muchos analizan frases y estudian textos para desacreditar a los que incomodan con sus palabras: ¿es éste nuestro proceder? «No hay cosa más peligrosa que juzgar las cosas de Dios con los discursos humanos» (San Juan Crisóstomo).