Hoy, Jesús nos habla de un sembrador que salió «a sembrar su simiente» (Lc 8,5) y aquella simiente era precisamente «la Palabra de Dios». Pero «creciendo con ella los abrojos, la ahogaron» (Lc 8,7).
Hay una gran variedad de abrojos. «Lo que cayó entre los abrojos, son los que han oído, pero a lo largo de su caminar son ahogados por las preocupaciones, las riquezas y los placeres de la vida, y no llegan a madurez» (Lc 8,14).
—Señor, ¿acaso soy yo culpable de tener preocupaciones? Ya quisiera no tenerlas, ¡pero me vienen por todas partes! No entiendo por qué han de privarme de tu Palabra, si no son pecado, ni vicio, ni defecto.
—¡Porque olvidas que Yo soy tu Padre y te dejas esclavizar por un mañana que no sabes si llegará!
«Si viviéramos con más confianza en la Providencia divina, seguros —¡con una firmísima fe!— de esta protección diaria que nunca nos falta, ¡cuántas preocupaciones o inquietudes nos ahorraríamos! Desaparecerían un montón de quimeras que, en boca de Jesús, son propias de paganos, de hombres mundanos (cf. Lc 12,30), de las personas que son carentes de sentido sobrenatural (...). Yo quisiera grabar a fuego en vuestra mente —nos dice san Josemaría— que tenemos todos los motivos para andar con optimismo en esta tierra, con el alma desasida del todo de tantas cosas que parecen imprescindibles, puesto que vuestro Padre sabe muy bien lo que necesitáis! (cf. Lc 12,30), y Él proveerá». Dijo David: «Pon tu destino en manos del Señor, y él te sostendrá» (Sal 55,23). Así lo hizo san José cuando el Señor lo probó: reflexionó, consultó, oró, tomó una resolución y lo dejó todo en manos de Dios. Cuando vino el Ángel —comenta Mn. Ballarín—, no osó despertarlo y le habló en sueños. En fin, «Yo no debo tener más preocupaciones que tu Gloria..., en una palabra, tu Amor» (San Josemaría).